Leningrado. 1925. Misha, un chico de 14 años recibe una llamada de teléfono. Al otro lado del auricular el mensaje es directo: «Mañana vas a jugar contra Capablanca en una simultánea». Capablanca es el campeón del mundo. El chico encaja la noticia como una orden, cuando debería sentirla como un regalo. «¿Podría conseguir una invitación para que acuda mi hermano?», pregunta Misha. Al día siguiente, Misha se viste con una camisa nueva marrón que la madre le ha comprado para la ocasión. No hace tanto, la misma madre solícita se enfadaba si veía a su hijo delante de un tablero: «¿A quién quieres parecerte, a Capablanca?», le gritaba. Pero las cosas cambian y la vida siempre coloca las piezas en su casilla correcta. La exhibición es un espectáculo sin precedentes que congrega a treinta jugadores locales. Misha es el más joven. Capablanca concede ocho empates y pierde cuatro partidas. Una de ellas levanta al público de sus asientos. La de Misha. El campeón del mundo aún está aturdido: «Este chico juega con la confianza de un maestro. Llegará lejos», dice. El hermano de Misha sonríe con orgullo. Aún no sabe que el pequeño Misha, Mijail Botvinnik, se convertirá en el primer campeón ruso de la historia, en el patriarca indiscutible del ajedrez soviético.
La vida, obra, figura y sombra de Botvinnik son inabarcables. Es un personaje tan monumental como controvertido, querido y odiado a partes iguales. Indiscutible en el tablero. Para entender su legado y poner en contexto lo que representa Botvinnik para la historia del juego-ciencia, es obligado leer sus memorias, 'Achieving the aim' (1978), y el delicioso capítulo que Genna Sosonko le dedica en 'Siluetas del ajedrez ruso' (2001). Un rasgo inconfundible de Botvinnik, la cicatriz de su carácter, era su disciplina de hierro. Todos los días, sin excepción, caminaba 10.000 pasos. Fue el primer gran maestro que incorporó el cuidado del estado físico como una parte fundamental del entrenamiento del jugador profesional. Mijail presumía de no haber fumado nunca, salvo unos meses en las noches de juventud. Tampoco tomó alcohol. Durante las partidas tomaba café o zumo de grosella negra con limón. Y chocolate. Su droga era el chocolate. Quizás lo tomaba para endulzar su mal temple, su incorregible aspereza.
Hijo de una familia judía acomodada, Botvinnik creció entre lujos, desgracias y privaciones. «Mis padres estaban en contra de que yo jugara al ajedrez», confesó. Mijail y sus hermanos tenían prohibido hablar en yiddish. Botvinnik describió a su padre, Moses, como «alguien capaz de agarrar por los cuernos a un toro y tirarlo al suelo». Debido a un extraño envenenamiento, Moses perdió todos los dientes. Entonces decidió que se convertiría en mecánico dental. Y así fue como conoció a Shifra, dentista, con la que se casó y formó una familia. Vivían en la calle más elegante de la ciudad, en una casa de diecisiete habitaciones, con criada y cocinera. Hasta aquí el cuento parece pintado al óleo, pero a partir de 1920 pasó a carboncillo. Botvinnik tenía nueve años cuando su padre los abandonó para casarse con una mujer de la nobleza. «Fuimos muy pobres: mi madre estaba enferma y mi padre nos daba 120 rublos mensuales, una suma muy, pero que muy modesta», recordó Misha. En aquellos momentos, Botvinnik aún no había entrado en contacto con el juego del ajedrez.
Fue Lenny Baskin, un amigo de su hermano, quien le enseñó a mover las piezas, ya con 12 años. Luego vino todo de golpe: la proeza contra Capablanca, sus primeras victorias en torneos, la ascensión meteórica. Botvinnik daba la talla de un joven que asombraba por lo metódico, por la solidez y la profundidad de sus análisis. En sus propias palabras: «Un jugador de ajedrez debería analizar por sí mismo, y mucho, porque nada puede reemplazar el análisis». Lo admirable fue que, en sus inicios, Mijail no tuvo entrenador. «Lo aprendí todo de los libros», solía decir. En Leningrado, el afamado ajedrecista Peter Romanovski se había convertido en el preceptor de los nuevos talentos soviéticos. Los jóvenes que destacaban pasaban por sus manos. Todos menos Botvinnik. «Yo no iba al club de los alumnos de Romanovski, por eso me aborrecía. En general, las relaciones con él fueron difíciles», reconoció Misha...