Las dos manos se mueven por un lado con movimientos suaves y precisos. Las dos manos piensan en la otra. Manos que calculan, apoyan la barbilla, observan, mueven piezas. Una avenida muy concurrida emite ruidos laterales, la gente transita en un flujo continuo, una canción suena en el pasillo cercano, un avión planea a miles de metros del suelo y zumba en los oídos de los jugadores, que nunca se distraen del campo de batalla. Las manos arrugadas escuchan los pasos de la tabla, que poco a poco se transforma, toma color, olor, textura, temperatura: un reino lejano, en la palma de sus manos, al alcance de la mano.
El primer jugador aprieta los ojos para pensar. Un anciano de pelo blanco, barba gris y polo amarillo mueve su dama, caminando hacia su oponente. Arrastra su vestido fluido y va rodeando peones, caballos, reyes y alfiles. Un rey solitario será depuesto en el otro lado. El hombre que la conduce respira un aire profundo, que aspira a la brisa suave de una tarde de otoño. El sol ya se está despidiendo y su última luz cae sobre las majestuosas manos manchadas por el tiempo recorrido hasta la vejez.
Al otro lado de la mesa, el segundo jugador es también un hombre mayor, de pelo canoso y bigote puntiagudo, con gafas de piernas gastadas pero doradas como la armadura de sus caballos. Mientras su oponente hace un movimiento, observa atentamente no las manos sino los ojos del hombre que tiene delante. ¿Ojos que ven qué? ¿Qué caminos están viendo? Caminos secretos, portales ocultos en el tablero tan común pero tan particular de cada hombre. Es como caminar al lado de alguien en la calle, en el bosque, en un jardín. Cada uno verá las flores y las piedras que es posible, que aprietan o calientan el corazón. Los caballos galopan hacia atrás ante la dama que los hipnotiza.
La retirada da un poco más de confianza al primer jugador, que ya ha perdido muchos de sus peones, y ahora depende de sus personajes más fuertes. En la diagonal, dos alfiles caminan con determinación. Pero el objetivo sigue estando lejos, el rey solitario, que, aunque vulnerable, observa el campo de batalla escondido detrás de su torre. El hombre se rasca la barba sin afeitar, contiene un bostezo y se distrae fatalmente. Una mariposa se posa delicadamente en la torre enemiga. Sus alas amarillas y blancas se mueven suavemente, tal vez provocando un tsunami al otro lado del planeta, pero reconfortando a un par de ojos que llevan tanto tiempo librando batallas diarias, allí, frente al tablero y fuera de él, a la luz del día que se despide.
Bajo el temor, ve su torre demolida y su rey capturado. Jaque mate. La mariposa ha levantado el vuelo. Su señora ya no lucha, sino que acaricia a los caballos. Los hombres levantan la vista hacia el pequeño insecto que se arremolina hacia el árbol más cercano. El tráfico, la gente, los sonidos del entorno siguen llenando el espacio público donde tuvo lugar esta pequeña gran batalla. Los hombres sonríen con la comisura de la boca, con los ojos, con las manos. Las arrugas se tensan en un saludo al final de otra partida, en un tierno abrazo, que siempre celebra el encuentro de dos reinos, que caen y se reconstruyen, recogiendo los escombros del día anterior y abriendo caminos para los infinitos días que vendrán. Los viejos amigos se van, nos vemos mañana.