Cuando el mismísimo Adolf Hitler se negó a asistir al estreno de una ópera de Richard Strauss solo porque en el cartel aparecía el nombre del autor del libreto, Stefan Zweig, este no solo se había convertido ya en un perseguido por el fascismo europeo, sino en una de las mentes más brillantes del viejo continente, convencido contra la miopía nacionalista y alerta contra el perjuicio de la intervención alemana en una primera guerra mundial que –el tiempo lo confirmaría- iba a desembocar en una segunda.
Seguramente su pasión por viajar a lo largo y ancho de todo el mundo le había permitido cultivar una tolerancia impropia de hace un siglo, más allá de que se criase en una familia judía acomodada, pues su padre era un rico fabricante textil y su madre era hija de banqueros italianos. El caso es que para aquella convulsa década de los 30, Stefan Zweig, que había venido al mundo el mismo año que nuestro Juan Ramón Jiménez -1881-, que había de marcharse un 22 de febrero –como nuestro Antonio Machado- del mismo año que nuestro Miguel Hernández -1942-, pero en tan distintas circunstancias, exiliado nada menos que en Brasil –último paraíso sobre el que escribiría La tierra del futuro-, había producido ya una ingente obra literaria en la que, más allá del teatro y la poesía, destacaban sus biografías de personajes tan ilustres como María Antonieta, María Estuardo, Erasmo de Rotterdam o Paul Verlaine y, sobre todo, alrededor de 40 novelas en las que paulatinamente iba a conseguir aunar una cada vez más cuidada construcción psicológica y una brillantísima técnica narrativa. Lo que el lector actual experimenta al leer una historia de Zweig lo describió él mismo a la perfección, antes de empezar a ser olvidado: “El inesperado éxito de mis libros proviene, según creo, de un vicio personal, a saber: que soy un lector impaciente y de mucho temperamento. Me irrita toda facundia, todo lo difuso y vagamente exaltado, lo ambiguo, lo innecesariamente morboso de una novela, de una biografía, de una exposición intelectual. Solo un libro que se mantiene siempre, página a página, sobre su nivel y que arrastra al lector hasta la última línea sin dejarle tomar aliento me proporciona un perfecto deleite. Nueve de cada diez libros que caen en mis manos los encuentro sobrecargados de descripciones superfluas, diálogos extensos y figuras secundarias inútiles que les quitan tensión y les restan dinamismo”.
80 años sin Stefan Zweig, el perfecto ajedrecista de la Literatura del siglo XX
El cumplimiento máximo de esa sentencia la llevó a cabo Zweig en su última historia, Novela de ajedrez, escrita solo unos meses antes de suicidarse junto a su esposa. A ambos, que creían que el nazismo se extendería por todo el mundo, los encontraron abrazados en la cama y con dos vasos de veneno sobre la mesita de noche. Entre los detalles que dejó escritos en cuatro cartas, apuntó: “Creo que es mejor finalizar en un buen momento y de pie una vida en la que la labor intelectual significó el gozo más puro y la libertad personal el bien más preciado sobre la Tierra”. Esa misma idea sobrevolaba, tan metafóricamente, sobre el argumento y la factura de aquella última novelita de 90 páginas que, sin embargo, era ya una obra maestra contra el nazismo y los métodos de la Gestapo, la incomunicación y el exilio forzado que él mismo había experimentado para no volver jamás a su Austria natal.
Momentos estelares del ser humano
Atrás quedaba ya su paso por la India, París, Estados Unidos, República Dominicana, Argentina, Uruguay y Londres, y una ingente obra literaria que comenzó a principios de siglo con narraciones cortas y que, en 1922 –qué gran cosecha la de aquel año-, por ejemplo, dio de sí hasta cinco novelas (Carta a una desconocida, Amok (o el loco de Malasia), Los ojos del hermano eterno, La mujer y el paisaje y Noche fantástica) y un magistral relato corto en el que consolida su modo de indagar psicológicamente en los personajes: La calle del claro de luna. De 1927 es, al margen de su inquietante novela Veinticuatro horas en la vida de una mujer, un libro que fue ampliándose hasta la versión definitiva inglesa de 1940 y que lleva por título Momentos estelares de la humanidad, donde novela hasta 14 acontecimientos históricos, como el asesinato de Cicerón en comparación con el auge del nazismo; la caída de Constantinopla en poder de los turcos otomanos como inicio de la Edad Moderna; el descubrimiento del Mar del Sur por Vasco Núñez de Balboa; el derrame cerebral Händel antes de sobreponerse para su componer su oratorio El Mesías; el origen del himno de la Revolución Francesa, La Marsellesa; la derrota de Napoleón en Waterloo; el enamoramiento del viejo Goethe; lo que supuso en California la fiebre del oro; el fusilamiento simulado de Dostoievski, el novelista al que más admiraba; el primer cable telegráfico marino tendido entre continentes; la huida de su hogar y la muerte de Tolstoy; el fracaso de la expedición inglesa de Robert Falcon Socott para llegar al Polo Sur; la conspiración para desestabilizar Rusia enviando en secreto al mismísimo Lenin; o el fracaso del presidente estadounidense Wilson para lograr la paz en Europa y el de la Sociedad de Naciones que auspició para lograr la concordia mundial en 1919.
Jugada perfecta
A pesar de todo lo que trabajó Zweig como traductor de autores de la talla de Baudelaire, durante la I Guerra Mundial como empleado de la Oficina de Guerra –pues había sido declarado no apto para el combate- o como corresponsal desde Suiza para la prensa libre vienesa, si hay una novela tan perfecta que haya quedado en la memoria del creciente número de sus lectores es Novela de ajedrez (1941). Precisamente el pasado mes de febrero se acaba de estrenar la película The Royal Game, basada en la novela y dirigida por el alemán Philipp Stölzl.
Esta breve novela es, sin exageración, una jugada perfecta de la literatura universal. En su propio argumento hay varios relatos encadenados en la mejor tradición cervantina: el principal narrador viaja en un transatlántico desde Nueva York hasta Buenos Aires y allí se entera de que viaja también Mirko Czentovic, un hombre rudo e ignorante en grado sumo pero que ha desarrollado tal capacidad para jugar al ajedrez que se ha convertido, sorprendentemente, en el campeón del mundo. Durante el viaje, al narrador lo inquieta el reto que se autoimpone de analizar psicológicamente a un personaje tan extraño. “Toda mi vida me han intrigado los monomaníacos, las personas obsesionadas por una sola idea, pues cuanto más se limita uno, más se acerca por otro lado al infinito; son precisamente estos seres en apariencia fuera del mundo los que, como termitas, saben construir en su ámbito una imagen reducida del mundo, única y extravagante”, dirá, mientras busca la forma de hacerse el encontradizo con aquel obseso del juego de reyes tan hosco que es incapaz de dar los buenos días. Mientras tanto, el narrador reflexiona profundamente sobre el juego del ajedrez: “¿Pero no es ya el solo hecho de tildarlo de juego una degradación insultante? ¿No es acaso también una ciencia, un arte que gravita entre estas diferentes categorías como entre el cielo y la tierra el ataúd de Mahoma? ¿No es por azar un vínculo único entre todos los pares de contrarios; antiquísimo y sin embargo siempre nuevo; mecánico en su disposición y sin embargo eficaz tan solo por obra de la fantasía; limitado a un espacio rígidamente geométrico y a un tiempo ilimitado en sus combinaciones; en perpetuo desarrollo y sin embargo estéril; un pensamiento que no lleva a nada, una matemática que nada calcula, un arte sin obras, una arquitectura sin sustancia, y aun así más manifiestamente perenne en su esencia y existencia que todos los libros y obras de arte, el único juego que pertenece a todos los pueblos y a todas las épocas y del que nadie sabe qué dios lo legó a la tierra para matar el hastío, aguzar los sentidos y estimular el espíritu?”...