En 2003 pasé un mes y medio en Israel -donde estoy ahora- escribiendo un guión cinematográfico, contratado por un productor israelí. Yo trabajaba en este proyecto junto a un director, también israelí, nacido en Argentina. La comedia trataba sobre un matrimonio de judíos argentinos que emigraban a Israel en el contexto de la crisis del 2001.
La pareja, que había sobrevivido como tal a la gran hecatombe económica y social de aquel año, finalmente zozobraba cuando alcanzaba cierta estabilidad laboral y de vivienda en Israel. Se preguntaban si realmente querían seguir viviendo juntos, atravesar juntos esa suerte de segunda oportunidad que les brindaba el destino.
Él estaba por cumplir 50, ella 45. Tenían dos hijos; una adolescente, el otro de 22. Según el productor, el matrimonio debía tomarse un tiempo de separación antes de decidir. Yo me oponía. Mi idea original era que permanecieran juntos. Separarse por un tiempo era un eufemismo: nunca se reunirían.
El productor porfiaba por lo contrario: la única oportunidad de esa pareja era tomarse un tiempo. El director se mantenía equidistante, como si aguardara a que la mejor idea, o la mayor tozudez, triunfara. Circunstancialmente los tres coincidíamos en que el guión concluía con la pareja unida.
Pero incluso ese final podía ponerse en cuestión si lo que yo llamaba una “bomba”, una idea lateral a la estructura central acordada, ejercía el suficiente poder expansivo.
En cualquier caso, no nos poníamos de acuerdo. En medio de ese debate, pasé un fin de semana en Jerusalem, visitando amigos y lugares. Por supuesto la ciudad vieja y el Kotel. Había caminado una gran cantidad de kilómetros y me senté a reponerme en un bar yemení, en una callejuela perpendicular a la central avenida Jaffa, recorrida de principio a fin por un moderno tranvía...